ANÁLISIS

Assassins Creed, la película: Anacronismo y aburrimiento.

Definir lo que caracteriza un juego de la franquicia Assassins Creed es sencillo: una trama en el presente sirve como excusa para mandarnos al pasado en un ejercicio de escapismo que nos lleva a visitar ciudades y épocas pretéritas. Los objetivos que perseguimos son un mero Mcguffin, un pretexto para seguir dando saltos por los […]

Definir lo que caracteriza un juego de la franquicia Assassins Creed es sencillo: una trama en el presente sirve como excusa para mandarnos al pasado en un ejercicio de escapismo que nos lleva a visitar ciudades y épocas pretéritas. Los objetivos que perseguimos son un mero Mcguffin, un pretexto para seguir dando saltos por los tejados de exquisitas recreaciones de la Jerusalén medieval o la Florencia renacentista.
Este espíritu es algo que la adaptación cinematográfica no entiende, resultando en un soporífero filme compuesto enteramente de subtramas sobre conspiraciones absurdas, y que pasa mucho más tiempo en las sosas oficinas de la compañía Abstergo que en la España de 1492. Una España que se pasa la exactitud histórica por el forro.

El argumento se divide entre las escenas en el presente con Callum Lynch (Michael Fassbender), un asesino en el sentido literal de la palabra, que es retenido por los Templarios con el fín de obtener información de sus antepasados mediante una máquina, el Animus, que permite el acceso a la memoria genética del individuo, y las escenas en el pasado con Aguilar de Nerja, un antepasado suyo que formaba parte de una organización secreta (descendientes de los hassassin ismailíes), y que estuvo presente en Granada y Sevilla durante 1492.

El problema, es que mientras que en los juegos pasábamos en 90% del juego en el pasado, sirviendo las escenas en el presente como excusa para introducir saltos temporales o cambios de ciudad, en la cinta la proporción se invierte: la mayoría del tiempo se pasa en la celda de Callum o las instalaciones del Ánimus, con apenas tres o cuatro breves escenas dedicadas a Aguilar, un individuo del que apenas se nos cuenta nada y que, a pesar de ello, se nos hace mucho más interesante que los sosos personajes del presente, los cuales, o bien no cuentan con motivación alguna y se pasan escenas enteras mirando al vacío, o se comportan como auténticas veletas, cambiando drásticamente de parecer sin razón alguna. Tiene delito conseguir que el casi siempre excelente Fassbender resulte apático e inexpresivo. Las cosas acaban ocurriendo porque sí y, al no poder empatizar con ninguno de los protagonistas, la película se acaba tornando increiblemente tediosa.

Y aún así, a pesar de que las escasas escenas del pasado son lo mejor del filme, tampoco están libres de pecado: aparte de que la oligofrénica edición de corte rápido y la innecesariamente oscura fotografía dificultan apreciar la trabajada coreografía, las licencias artísticas que se han tomado en la cinta son excesivas e innecesarias. Como ejemplo máximo tenemos a una reina Isabel con la cara completamente tatuada, solo porque sí. El contexto histórico ni se explica ni se respeta, y lo que es peor, no parece haber habido ninguna intención de esforzarse en ese aspecto, ni siquiera en lo visual; no solo los amantes de la historia van a torcer el gesto: a poco que os guste la historia del arte, os rechinará enormemente la enorme cantidad de edificios posteriores al gótico tardío que no deberían estar allí y que no se han maquillado digitalmente, como toda la parte superior de la Giralda, cuyo campanario renacentista no se añadiría hasta 1568; planos en los que se ven balcones con rejas de forja modernas, o el caso más flagrante, una pelea sobre el tejado de la Basílica de san Dominico, un edificio que no solo no está ni en Sevilla ni en Granada, (está en La Valeta, Malta), sino que en su estado actual (y en el que aparece en la película) es un edificio barroco de 1815, tres siglos posterior a los hechos de la película. Para más inri, el tejado en el que transcurre la pelea está clarísimamente enlucido con cemento. Con un par.

Esto, en una adaptación de una franquicia conocida por haber contado con varios asesores para conseguir la mayor fidelidad histórica posible (el primer juego contó con uno de los asesores que trabajaron en la película El Reino de los Cielos), es poco menos que un crimen. Los juegos de Assassins Creed son de los pocos (junto con otros como Age of the Empires) que pueden enseñar algo de historia al jugador. Lo único que enseña esta película es que ni la mejor de las acrobacias puede suplir las carencias de un filme atropellado y por momentos soporífero.

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